jueves, 26 de julio de 2012

MORAL CRISTIANA.


33  MORAL CRISTIANA



    La Moral es la ciencia teológica, o parte de la Teología, que estudia la bondad o malicia de los actos y actitudes humanos a la luz de la fe. Se diferencia de la Etica, que es una rama de la Filosofía, la cual estudia el mismo objeto desde la perspectiva de la razón.


   Estudiar los actos humanos es no sólo analizar las acciones externas, sino explorar también las intenciones y las actitudes que los originan. Es descubrir la libertad con la que actúa la voluntad de la que proceden. Es explorar las circunstancias que los rodean. Es examinar la conciencia que los consiente o promociona. Es comparar su contenido con las normas o leyes divinas y humanas a las que se ajustan o de las que se separan.




1.   Evangelio y moral cristiana


   La Teología moral se formula a sí misma el interrogante de su razón de ser como ciencia o rama teológica. Hay, o puede haber, una Teología, o Teodicea, natural o Filosofía religiosa. Y existe una rama de la Filosofía, la Etica, que estudia la conducta humana a la luz de la razón. Puede parecer superfluo hablar, además, de una Moral como ciencia, visión o planteamiento diferentes.


   La respuesta a ese interrogante varía notablemente según la actitud filosófica y religiosa desde la que se adoptan los criterios en que se funda. Mientras unos miran la Moral como superflua, otros la juzgan imprescindible.


   En la Catequesis y en la Pedagogía religiosa se deben asumir posturas de aprecio. No cabe duda de que, a la luz de la fe, es preciso recordar que Dios ha elevado al hombre a un fin sobrenatural y su conducta no puede ya juzgarse sólo desde perspectivas naturales. Se requiere explorar lo que Dios ha querido y revelado a los hombres, seres inteligentes, pero también sobrenaturales; y lo que, desde esa revelación, implica su comportamiento.


   No quiere ello decir que los aspectos racionales de la Etica no sean buenos y necesarios. Pero no son suficientes para quien tiene la inteligencia y la voluntad iluminadas y movidas por la gracia divina a la que no llegan las explicaciones de la razón.


   En esta perspectiva de fe es donde hay que situar la visión del Catequista, cuya misión es educar la conciencia desde la revelación y enseñar a valorar la conducta humana a la luz de la fe.


   Además, es preciso enseñar al creyente a vivir por encima de la razón, pues tal es el alcance del evangelio y de muchos de sus postulados.





   La base de la moral cristiana es la revelación llevada a la plenitud por Jesucristo, Dios encarnado. Es su palabra y su persona las que hacen entender la moral. El mismo se proclama "Camino, Verdad y Vida" (Jn. 14. 6) y en sus enseñanzas se apoya la conducta del seguidor del Evangelio.


   En consecuencia, sólo desde la fe y desde la imitación de Cristo, y la atención a sus consignas, se puede definir y entender la moral cristiana.


 
   Revelación del Padre

 
  Las actitudes, las preferencias y los sistemas morales son muchos. Todos coinciden en la preocupación por diferenciar el bien del mal y en el deseo de marcar a los hombres el camino mejor para conseguir la rectitud en el obrar.  Pero los criterios y las preferencias son diferentes y, a veces, opuestos del todo, sin que sea fácil discernir cuáles son los mejores.


   La moral cristiana no se reduce a ser uno más de los sistemas morales existentes. Se presenta ante todo como el estilo de vida que se apoya en la Palabra de Dios: en la que comunicó a los hombres en el Sinaí (Antiguo Testamento); y en la que llegó a la plenitud con la predicación terrena de Jesús (Nueva Alianza).


   La moral cristiana no es sólo un conjunto de normas. Más bien es el modo de vivir en conformidad con las enseñanzas de Jesús, el Hijo de Dios. La conciencia es la fuerza motriz de la moral. Y la conciencia, iluminada por la fe, por la Palabra de Dios, es el alma de la moral cristiana.


   Esta moral no se detiene en el Antiguo Testamento, pero tampoco lo ignora. El mismo Jesús proclamó que no había venido a destruir la Ley de Moisés: "No penséis que he venido a destruir la Ley de Moisés y las enseñanzas de los Profetas. No he venido a destruirlas, sino a darlas su verdadero significado. Antes pasará el cielo y la tierra que deje de cumplirse una jota o acento de ellas."  (Mt. 5. 17-18)


   La voz que tenemos en nuestro inte­rior nos dice lo que es bueno y lo que es malo. Pero cuando se ilumina por las enseñanzas de Jesús, se vuelve más exigente y desconcertantemente benévola: manda perdonar a los enemigos, ofrecer la otra mejilla, hacer bien a los que se portan mal. La conciencia cristiana debe ser educada a luz de esas demandas, pues no realizaría su función iluminadora si sólo se apoyara en postulados naturales o sociales.





   La moral de la Iglesia, más allá de los avatares históricos (guerras, pena de muerte, propiedad) o de las sensibilidades diversas provocadas por variaciones geográficas (sentido de la familia, valoración de la mujer, limosna y justicia), tiene el fundamento en la Revelación progresiva de Dios, desde la primitiva depositada en el pueblo elegido, hasta la plena palabra divina traída por Jesús.



   2.  Enseñanzas de Jesús



   Se centra en las virtudes y valores que la misma naturaleza humana reclama: libertad, dignidad, honradez, sinceridad, justicia, paz, abnegación, valentía, por una parte. Además añade desinterés, altruismo, caridad, incluso cuando debe asumir estos valores en grado heroico y en ocasiones extraordinarias.





   La moral evangélica se desarrolla en conformidad con los criterios de Jesús y con las consignas del Evangelio. Jesús añadió ciertos reclamos al comportamiento humano que no podríamos entender por solas fuerzas naturales: generosidad y desprecio de las riquezas, perdón a los enemigos, humildad para ocultar las propias obras buenas, etc.


   La Iglesia sigue esas consignas y perfila su moral en normas precisas que no quedan en meros recuerdos de las exigencias naturales. Añade, como medio de vivir conforme al estilo de Jesús, criterios generosos y audaces. Es aleccionador el mensaje que encontramos en el Evangelio de Mateo: "Habéis oído que se os dijo... Yo os digo más:


    - Se os dijo: no matarás. Yo os digo más: el que mira mal a su hermano, es condenado...
    - Se os dijo: no adulteres. Yo os digo más: el que mira a mujer mal, ya pecó.
    - Se os dijo: el que repudia, que dé acta... Yo os digo más: el que se casa con la separada, peca.

   - Se os dijo: no jures... Yo os digo más: decid sólo sí o no.

   - Se os dijo: ojo por ojo, diente por diente. Yo os digo más: si os dan bofetada en una cara, ofreced la otra...

    - Se os dijo: amad al prójimo y odiad al enemigo. Yo os digo más: amad a los enemigos."   (Mt. 5. 21-48)


    Con la luz de estas superaciones, es como encontramos el sentido verdadero de la moral cristiana, la de la nueva Ley, que es más exigente y es diferente de la

antigua.


   

Cristocentrismo



   Ante tantos sistemas morales como existen, el cristiano se pregunta si su moral no es uno más de ellos. ¿Cuál es el rasgo que define la moral cristiana? Esta es una pregunta clave; de su respuesta depende en gran manera la actitud moral del creyente.


   Es preguntarse si bastan los sentimientos, la razón, la intuición, la opinión de la mayoría o las demandas del cuerpo, para decidir si algo es bueno o malo.


   La moral cristiana sitúa a Jesucristo como centro de todo juicio moral. Para clarificar lo que es evangélicamente bueno o malo, es preciso dilucidar tres cuestiones básicas:


   -  ¿Cuál es la verdadera enseñanza de Jesús respecto a la conducta humana?

   -  ¿Cómo habla Jesús de las intenciones y de las actitudes humanas?

   -  ¿Qué postura adopta Jesús ante la ley y ante la comunidad?


   Un torrente de hechos significativos hacen posible hallar respuestas son decisivas a tales demandas.

   - Jesús valora las acciones, no sólo las palabras: "No el que dice Señor, Señor, entra en e  los cielos, sino el que cumple la voluntad del Padre". (Mt. 7. 21).

  - Jesús resalta la importancia del corazón y de sus designios: "Del interior del corazón es de donde salen los malos pensamientos: adulterios, hurtos, homicidios..."(Mt. 15.19).

  - Jesús inicia una nueva ley, la del amor (Jn. 15.12), y proclama una nueva autoridad que no es la del templo, sino "la del Espíritu y la verdad". (Jn. 4.23).



   Estos y otros similares planteamientos hace a los cristianos juzgar con frecuencia los actos y las intenciones por encima de la razón. No se quedan en los hechos, para no caer en el pragmatismo; y no se limitan a las propias opiniones para no incurrir en el subjetivismo.






   Lo más desconcertante de la moral que Jesús ofrece, según el testimonio de los evangelistas, es la novedad de sus enseñanzas comprometedoras.  Las gentes decían al oírle: "Jamás nadie ha hablado como este hombre habla... Es un nuevo modo de enseñar. ¿De dónde le viene a este la doctrina?" (Jn 7. 46; Mc. 1. 27; Lc. 4.31)


    Sus mensajes morales pedían lo más difícil a los seguidores. "Bendecid a los que os maldicen, perdonad a los que os persiguen..." (Lc 6. 28; Mt. 5.44) "En eso conocerán que sois mis discípulos" (Jn. 23. 36) "Entrad por la puerta estrecha... Es la que lleva a la vida" (Mt. 7.13).


   Pero, al mismo tiempo, Jesús recordaba: "Mi yugo es suave y mi carga es ligera..." (Mt. 11. 30); o "Venid a Mí todos los que estáis cargados y yo os aliviaré." (Mt. 11. 28)


   Algunas veces los seguidores de Jesús pueden atemorizarse ante su doctrina y marcharse de su lado como algunos de sus primeros discípulos: "Dura es esta doctrina ¿Quién podrá tragarla?" (Jn. 6. 61).  Pero no faltarán los verdaderos "cristianos" que reconocerán con S. Pedro su postura ante el interrogante desafiante: "¿También vosotros queréis dejarme?.. ¿A quién iremos, Señor? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna." (Jn. 6. 67-68)


   Por dura que parezca la orientación moral de Jesús, es el camino de la sal­vación. Es la invitación que se esconde en sus reclamos de conversión:



   - "Convertíos y creed en el mensaje de la salvación". (Mc. 1. 15)
   - "Dad al César lo que del César y a Dios lo que es de Dios". (Mc. 12. 17)
   - "Vended vuestros bienes y repartid el producto a los pobres". (Lc. 12.33)
   - "Amad a vuestro enemigos y orad por los que os maldicen". (Mt. 5. 41)
   - "No juzguéis a nadie, para que Dios no os juzgue a vosotros". (Mt. 7. 1)
   - "Portaos con los demás como queréis que se porten con vosotros". (Mt.7. 12)

   - "No temas a los que pueden matar el cuerpo y no el alma". (Mt. 10. 26)



    Es “Moral del amor”



   El alma de la moral cristiana es el amor, no la ley. Los grandes principios cristianos se definen por la disposición a amar a Dios y al prójimo, lo que equivale a mirar al cielo y a la tierra.


   La escena evangélica del maestro de la ley que pidió aclarar cuál era el primer mandamiento de la Ley, refleja con nitidez el sentido de la moral de Jesús:
 “¿Qué lees en la Ley?... "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con  toda tu alma y con toda tu mente..."  Y yo te digo: "El segundo es semejante a éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".   De estos dos mandamientos depende toda la Ley y los Profetas. (Lc. 10. 25-29; Mt. 35-39).  Bien entendido, este doble precepto de la ley es el eje de la moral de Jesús y es la luz que alumbra al cristiano. Esa actitud de amor a Dios lleva a cumplir sus preceptos del Sinaí. Y ese amor al prójimo lleva a cumplir el "único mandamiento" de la Nueva Ley: “Un sólo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros”.


   Tal actitud se prolonga en la enseñanza de la Iglesia por todo el mundo a lo largo de los siglos. Es lo que separa el cristianismo del judaísmo o de otras religiones.






3.   Objetos de la Moral



   El objeto formal y básico de la moral es la vida entera a la luz de lo que Dios reveló progresiva a lo largo de la Historia de la salvación. El hombre libre, ser inteligente que responde desde la fe a de Dios, es el sujeto de esa moral y promueve su propio modo de entender la vida y la conducta en la tierra.


   Ese objeto encarnado en ese sujeto se expresa y hace presente en diversos aspectos: los actos libres e inteligentes, las intenciones que los rigen, la responsabilidad de la conciencia de quien los ejecuta, las normas o leyes a las que se ajustan, las circunstancias que alteran esa responsabilidad.













  1. La conciencia



   El primer centro de atención moral no son las acciones en sí mismas, sino la conciencia que las rige moralmente: sus vínculos con la voluntad que hace posible el querer con libertad y sus luces en la inteligencia para discernir lo bueno de lo malo.


   La primera exigencia fundamental de la moral cristiana es escuchar la conciencia, como capacidad de opción y discernimiento y en cuanto actúa ilustrada por las consignas de Jesús.  Nada hay más importante para el hombre recto que su conciencia libre. Ella es el reflejo de Dios en su mundo interior y en su acción exterior.  Dios creó al hombre a su imagen y semejanza: libre, inteligente, capaz de elegir: "Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza... Y los hizo varón y mujer." (Gn. 1. 26-28)


   Esta semejanza con Dios significa que es capaz de pensar y de amar, que es libre y también creador, pues hace cosas en la tierra que Dios le encargó de cultivar y cuidar. Si le hizo capaz de amar y pensar, de ser libre y de actuar, le hizo responsable ante El y ante los hombres. El poder de elegir entre el bien y el mal es el eje de esa liberad de elección.


    El Catecismo de la Iglesia Católica dice: "La conciencia es el juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace el hombre está obligado a seguir fielmente lo que su conciencia le dice que es justo y recto". (Nº 1778)



  2. Los actos humanos.



   Son los realizados con libertad y con responsabilidad. Los actos propios y los ajenos se valoran según el criterio moral que predomina en la mente del agente.  En la moral cristiana existe, además de la razón, el elemento de referencia del Evangelio. No basta el análisis de las acciones externas, sino que se exploran las intenciones y las actitudes.


   Las intenciones hacen los actos más o menos personales. Las actitudes, libremente consentidas o promovidas, hacen a los actos más interiores.



   Ningún sistema moral da tanta importancia a esa efectiva vida interior como lo hace la moral cristiana, pues ninguno tiene tanta referencia a la persona, a su intimidad, a la libertad, a la voluntad, al poder de su inteligencia operativa.
 

  Los actos humanos y cuantos aspectos, impulsos, rasgos y condiciones los rodean, se configuran como el otro elemento central sobre el que versa la moralidad cristiana.



  3. Normas y leyes.



   Son las consignas grabadas en nuestra misma naturaleza y las que comuni­ca quien ejerce la autoridad. Los sistemas morales se enfrentan con la realidad de la ley y de la norma.


   En moral se requiere clarificar la relación entre norma y acto, entre ley y comportamiento, pero en referencia a la conciencia. Si esa referencia se anula o atrofia, los actos se quedan en el terreno del Derecho y de la Jurisprudencia. En cuanto dependen de la voluntad libre entran de lleno en la Moral.


   Si la ley es justa, y lo es cuando proviene de Dios a través de la autoridad, la Moral reclama la acomodación de las acciones a sus demandas. Son morales las obras que se ajustan a ella. Fallan en la moralidad las que se apartan.
  

   Si la ley no es justa, no es más que un remedo de ley. No puede convertirse en referencia de la moral. Incluso es inmoral ajustar el comportamiento a ella, si es abusiva, opresiva, deformada o desorientadora.


   La ley se convierte en elemento de referencia y objeto de la moral cristiana, en cuanto resulta eco de la Ley suprema, que es el mismo Dios, y de lo que directamente emana de su Revelación.








4.   Rasgos de la moral cristiana



    Con esta perspectiva se pueden definir los rasgos de la "moral cristiana", nacida de la voluntad divina expresada en el Evangelio.


   - Es moral heterónoma, que se muestra como eco del mensaje de Cristo y mueve a los hom­bres a vivir con gozo la voluntad de Dios. Con la fe en esta cercanía divina, el cristiano posee una moral que es fuente de vida espiritual.
  

   - Es una moral personal, al mismo tiempo que objetiva. Trata de iluminar la conciencia de cada uno, teniendo en cuenta su dignidad, no su actividad.

   -  Y es social, pues lo que hacen los demás influye en el comportamiento propio; y lo que uno hace transciende a los demás de alguna manera.


   - Es una moral abierta, en la que  queda claro que el mensaje de Jesús es orientador y no manipulador de los comportamientos. Es moral de libertad y no de coacción.


   - Es moral de opciones y las debilidades de cada persona se valoran en función de la conciencia y no de la norma en sí misma o de los efectos de las acciones. Por eso se aprecian las circunstancias, se miran las intenciones, se aceptan las rectificaciones, se ofrece siempre el perdón, si surge el arrepentimiento y el propósito de la mejora o del cambio de vida.


   - Es una moral con resonancias eclesiales y convivenciales, pues los cristianos forman una Comunidad de vida, en la que todos los miembros participan de la misma gracia de Dios. Cada obra buena o mala repercute en los demás. No se valoran los hechos morales sólo por el beneficio o perjuicio individual; se tiene en cuenta también la dimensión eclesial, que en el Evangelio es básica.
 

  - Es una moral objetiva, que no depende de los gustos cambiantes de los hombres o de los usos y modas. Existen los aspectos solidarios, los méritos y los deméritos compartidos, pero rige la responsabilidad personal e intransferible como condición de la convivencia.


   - Es una moral dinámica, viva, flexible, no relativista y subjetiva, pero capaz de acomodarse a las personas y las circunstancias. Se adapta, en lo secundario, a los cambios culturales, aunque en lo fundamental sigue idéntica a lo que Jesús enseñó.


   Quien tiene la dicha de formarse y orientar su vida en esa moral, sabe que camina seguramente hacia Dios y hacia su salvación. Quien se descarría y constituye como ideal de su vida el goce y el placer, el dominio y la arrogancia, el tener, el poder y el brillar ante el mundo, no puede entender la supremacía de la moral cristiana.


  Todos estos rasgos no están en contradicción con la exigencia, la sinceridad, la transparencia y la fidelidad. Jesús mismo lo recordaba: "Entrad por la puerta estrecha, que la puerta que conduce a la perdición es ancha y el camino fácil y son muchos los que pasan por ellos. Sin embargo, la puerta por donde se va a la vida eterna es estrecha y el camino difícil, y son pocos los que lo encuentran". (Mt. 7. 13-14)




  

  

5. Fuentes de la moral cristiana



   Las fuentes de inspiración de la moral cristiana son los manantiales o los fundamentos que hay que preferir para juzgar el bien y el mal desde lo esencial.
   La Ley de Dios, la Ley de Jesús, y la Ley de la Iglesia, son la misma Ley o voluntad divina. Dios habló desde el principio señalando un camino (Antigua Alianza). En la plenitud de los tiempos envío a su Hijo y culminó con El la Nueva alianza. Y también sus seguidores siguieron proclamando esa Alianza y dando cauces a los seguidores de Jesús para vivir conforme a ella. Es lo que solemos llamar Ley de la Iglesia. En el fondo son la misma y única Ley, pues son la expresión del plan salvador de Dios.



   Además de esa Ley como fundamento, y en conformidad con ella, hemos de aludir a los otros fundamentos de toda la vida moral:


  - La Autoridad de la Iglesia o Jerarquía, que ejerce el Magisterio por medio de los Sucesores de los Apóstoles. Ella tiene la misión de interpretar autorizadamente la enseñanza de Jesús y ella es la que "ata y desata en la tierra, quedando todo atado o desatado en el cielo." (Mt. 16.19)


  - En la Tradición de la Iglesia, la cual ha ido acumulando el sentir de todos los hombres creyentes que han vivido su fe en la Comunidad cristiana, se halla el refrendo de la Autoridad.


   Esa Tradición no representa sólo un respeto arqueológico y un recuerdo a los valores de la Historia, sino que es el testimonio de una presencia divina a lo largo de los tiempos. Esa presencia implicó siempre una protección, una iluminación y una garantía de continuidad y de seguridad.


   Pudieron equivocarse muchos miembros de la Iglesia, incluso desde la plataforma de la autoridad. Pero la Iglesia nunca erró como tal, pues tuvo la protección divina, tal como él mismo Fundador se lo había prometido.


   - También se puede decir algo similar la Comunidad de los que siguen a Jesús y comunitariamente se ayudan a distinguir el bien del mal. Ellos caminan con sinceridad hacia Dios como Pueblo elegido y como Cuerpo de Cristo y reciben la protección del mismo Jesús.


   - No se deben olvidar también otros apoyos significativos de la claridad en los planteamientos morales. La acción de los Teólogos, sobre todo de los moralistas, en cuanto miembros significativos de la Comunidad y del Pueblo de Dios resulta especialmente significativa. El servicio de su sensibilidad ética y de su inteligencia es importantísimo.


   La tarea de la conciencia de las personas cristianas más entregadas a las tareas del Reino divino (santos, confesores, mártires, misioneros, contemplativos) adquiere un valor singular a la hora de discernir el bien y el mal.


   Y no menos importancia tiene también para cada caso moral y en cada situación ética, la conciencia del hombre honrado que busca sinceramente el bien y

tiene que optar en situaciones difíciles, o debe apoyar a personali­dades menos ilustradas que la suya.










6.   Catequesis y Moral.



  La educación moral es imprescindible para el cristiano. Hay que enseñar a todo creyente a acercarse al verdadero mensaje de Jesús, que es tan vital como doctrinal, con claridad, sinceridad y seguridad. Eso es lo que significa la educación moral.

  

 El Evangelio no es una doctrina moral o social más entre las diversas opciones religiosas que se han presentado en la historia de la humanidad. Es ante todo, y sobre todo, la adhesión a una Persona, que es la segunda de la Trinidad y es el Verbo Eterno del Padre celeste.



   En la catequesis hay que resaltar la dimensión moral de la vida cristiana, que no es otra cosa que capacidad de diferenciar los bueno de los malo, lo inconveniente de lo preferible. Sin la formación moral sólida y evangélica no hay educación y formación en la fe.


   Esto supone cinco grandes consignas pedagógicas.


   - La formación moral sólo es posible desde la adhesión a la Palabra divina. Hay que enseñar al creyente a aceptar el mensaje moral de Jesús y a ordenar su conducta desde las demandas y consignas del Evangelio.


   - Las explicaciones de Jesús para llevar una la vida personal y comunita­ria en seguimiento del Padre son exigentes, pero santificadoras y asequibles. "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial lo es." (Mt. 5. 48). Sólo quien educa la moral desde el Evangelio construye un edificio sólido y firme que permanecerá para siempre.


   - No hay antagonismo entre la moral evangélica y la moral natural. El Evangelio no destruye la naturaleza, sino que la eleva de categoría. El principio de que Jesús vino a "exigir más", no a proclamar nada diferente, debe ser clave en la moral evangélica.


   - La moral cristiana es personalista sin ser subjetiva. Es altruista sin ser extrovertida. Es abierta sin ser relativa. Hay que destacar el valor que tienen las actitudes personales con prioridad.  Pero no se debe olvidar la dimensión comunitaria, que es la que perfecciona la personal. Por eso hay que enseñar con la misma intensidad a huir del individualismo y del intimismo así como del sociologismo y del colectivismo.


   - La educación moral se debe iniciar en los primeros años, en base a la correcta iluminación de la conciencia. La idea de que es preferible demorar la educación a los años en que la inteligencia se despierta en la adolescencia o en la juventud es nefasta, pues suscita el riesgo de abandonar la primera siembra en la virtud, en la justicia, en la honradez y en la recta libertad interior. Después será tarde para recuperar el tiempo perdido.





   Conviene recordar siempre las palabras sabias del Concilio Vaticano II:   "Hay que ayudar a los niños y adolescentes, teniendo el cuenta el progreso de la psicología, de la pedagogía y de la didáctica, a desarrollar armónicamente sus condiciones físicas, morales e intelectuales, a fin de que adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en el recto y continuo desarrollo de la propia vida y en la consecución de la verdadera libertad, superando los obstáculos con grandeza y constancia de alma.  Hay que iniciarlos conforme avanzan en edad en una positiva y prudente educación sexual...

   Los niños y adolescentes tienen derecho a que se les estimule a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles una adhesión personal." (Graviss. Educ. mom. 1)








Temas e ideas para reflexionar



      El Evangelio es un mensaje, no un código. Mucha gente identifica moral y religión. Y entiende los mandamientos como conjunto de normas que limitan hacer cosas. El catequista debe esforzarse por descubrir todo el valor positivo de la moral cristiana: amar, vivir, servir, ayudar, perdonar, orar, adorar,  construir el Reino de Dios en el mundo



   VOCABULARIO FUNDAMENTAL



    Por eso el catequista tiene que acostumbrarse usar términos positivos al hacer planteamientos morales: amar, ayudar, asistir, apoyar, acompañar,  colaborar, compartir, ser fecundos en la vida, santificarse, consolar, obedecer, respetar,  santificar, testificar, decir la verdad, ofrecer, ofrendar, celebrar, bendecir, vivir y soñar…

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   PISTAS PARA EL DIALOGO DE GRUPO



     Intentar descubrir el sentido positivo de la verdadera moral evangélica, sin demagogias, con el Evangelio en la mano



 CUESTIONES PARA PLANTEARNOS



    ¿No resulta demasiado negativa la visión moral que dan a veces determinados predicadores que anuncian los deberes del cristiano: no matar, no mentir, no fornicar, no pensar, no robar, no desear… no, no, no?



    ¿Cómo podría un buen catequista presentar la verdadera moral a los jóvenes? ¿Cambiando el mensaje, cambiando el lenguaje, cambiando el personaje o cambiando el montaje?



   ¿Es posible descubrir el sentido optimista, entusiasta, constructivo de la moral cristiana? ¿Cómo será fácil a cada edad, sobre todo en la juventud?



¡LA PROFESIÓN MÁS FELIZ!

ZS12031505 - 15-03-2012
Permalink: http://www.zenit.org/article-41725?l=spanish

LA PROFESIÓN.

El sacerdocio, la «profesión» más feliz


Reflexión teológico pastoral en el Día del Seminario 2012


MADRID, jueves 15 marzo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto de la reflexión teológico pastoral elaborada por la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades de España, con motivo del Día del seminario 2012.
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El sacerdocio, la «profesión» más feliz
A finales del pasado mes de noviembre, la prestigiosa revista norteamericana Forbes, especializada en el mundo de los negocios y las finanzas y conocida habitualmente por la publicación anual de la lista de las personas más ricas del mundo, publicaba una lista de las diez profesiones más gratificantes, a juzgar por el grado de felicidad de quienes las ejercían. Los sacerdotes católicos y los pastores protestantes –los clérigos– lideraban el ranking.
¿Es el sacerdocio la profesión más feliz del mundo? Según el parecer de la revista Forbes, sí. La razón esgrimida en el artículo para justificar la felicidad inherente al ejercicio del sacerdocio consiste en que este otorga a la vida un sentido que hace de la propia existencia algo digno de ser vivido. Según el estudio, ni la remuneración económica ni el status social que se deriva del ejercicio de una profesión inciden en la felicidad que reporta.
La afirmación de que los sacerdotes eran las personas más satisfechas y realizadas en el ejercicio de su profesión causó sorpresa tanto entre creyentes como en no creyentes. La imagen que habitualmente se tiene del sacerdocio apunta más bien en dirección contraria. Los sacerdotes son presentados con frecuencia como hombres algo amargados, apartados del mundo y escasamente comprometidos con los problemas reales de la sociedad. Por eso, afirmar que el sacerdocio es la profesión más “feliz” causa cierta perplejidad e invita a formular una cuestión: ¿qué es lo que hace del sacerdocio la profesión más feliz del mundo? Responder a esta cuestión no es fácil. Hoy quizá más que nunca somos conscientes de que los obstáculos y las dificultades del camino sacerdotal no son escasos, y que las sombras acompañan siempre los momentos luminosos. El sacerdote experimenta el gozo de la entrega y el servicio desinteresado, pero también padece, como tanta gente en nuestro mundo tecnificado, la soledad. Acompaña a las personas, es instrumento de la misericordia de Dios, pero muchas veces se siente indigno y pecador. Preside la Eucaristía, predica la Palabra, anima y guía a la comunidad cristiana, pero son pocos los que le escuchan o parecen interesados en el mensaje del que es portador. Si las sombras en el ejercicio del sacerdocio son tan evidentes como las luces, el interrogante que planteábamos no se despeja describiendo las tareas del sacerdote.
Esta última constatación nos induce a pensar que la pregunta por los motivos que hacen del sacerdocio la “profesión” más feliz quizá no esté bien planteada. ¿Es el sacerdocio una profesión? Es verdad que podemos identificar algunas tareas que son propias del sacerdocio, y que el sacerdocio está considerado socialmente como un “trabajo cualificado”, pero si se le pregunta a cualquier sacerdote por la índole de su sacerdocio, ninguno dirá que se trata de una profesión. Dirá más bien que se trata de una vocación.
¿Profesión o vocación?
El estudio de Forbes se hace eco de una equívoca identificación entre profesión y vocación, ampliamente difundida en nuestra cultura, y que da lugar a no pocos malentendidos. Aunque es cierto que algunas profesiones tienen un componente vocacional elevado (en general las profesiones arquetípicas, como el médico, el psicólogo o el maestro), no es menos cierto que un gran número de profesiones carecen de este carácter.
En la siguiente tabla aparecen algunos indicadores que establecen algunas diferencias entre una profesión y la vocación, en este caso la sacerdotal.
Profesión
Se refiere a una actividad externa
Se determina en función de los gustos, las cualidades y las posibilidades
Se pone en funcionamiento la dimensión creativa-generativa
Remunerado
Puede cambiar
Pide disciplina y dedicación
Vocación
Tiene que ver con el interior de la persona
Exige una determinación espiritual
Se ponen en funcionamiento todas las dimensiones de la vida: afectiva, de la existencia racional, creativa, etc.
Gratuito
Permanece
Exige exclusividad, entrega absoluta,
nace de una pasión
Las diferencias enumeradas no han de ser consideradas dialécticamente, como opuestos excluyentes, sino como matices distintivos. El que la vocación sacerdotal requiera de una determinación espiritual, es decir, de una elección libre del individuo que responde ante Dios, no significa que los propios gustos se marginen o que las propias cualidades permanezcan sin explotar. Hay sacerdotes que son excelentes músicos, escritores o profesores. Lo que significa es que estos, contra lo que muchas personas opinan, no constituyen el elemento fundamental de la vocación sacerdotal.
Si observamos con detenimiento las notas mencionadas, enseguida nos percatamos de que mientras los indicadores de la profesión tienen que ver sobre todo con el hacer, los de la vocación apuntan más bien al ser. La vocación, en efecto, afecta a nuestra identidad profunda, dice quiénes somos en realidad, más allá de toda apariencia. De este modo, podemos decir que el sacerdocio es una profesión en la medida que el sacerdote “hace” cosas, desempeña diversas funciones, pero con eso no está dicho todo. Lo que verdaderamente define al sacerdocio es su carácter vocacional; es decir, el hecho de que se trata de un proyecto de vida que exige una determinación espiritual (una respuesta a una llamada), que afecta a todas las dimensiones de la vida (corpórea, afectiva, intelectual, etc.), que pide exclusividad, entrega y fidelidad absolutas, y que es animado por una pasión: la pasión por el Evangelio.
El lema escogido para la campaña del Día del Seminario en este año reza precisamente así: “Pasión por el Evangelio”. Esta expresión alude a la energía interior, al movimiento del corazón, que nutre toda vocación sacerdotal tanto en su origen como en su crecimiento. La vocación al sacerdocio está animada por esta pasión, un arrebato que desinstala a quien posee de sus coordenadas habituales y le ofrece un espacio diverso en el que integrarse.
El sacerdocio, una cuestión de pasión…
La pasión es un movimiento del alma, una exaltación de nuestro ser, que surge espontáneamente, sin que medie determinación alguna por parte de quien es presa de ella. Es un elemento fundamental de la experiencia del amor, aunque esta no se agota en la pasión. La pasión embruja, hechiza, desinstala de la realidad habitual para hacer entrar a quien posee en una dimensión distinta, en otro orden de realidad. Es la condición indispensable del enamoramiento.
Con frecuencia se piensa que la pasión es instintiva e irracional, que irrumpe intempestivamente, arrasando toda consideración racional o moral. «La pasión es ciega», dice el dicho popular. El genial escritor Stendhal, en cambio, afirma: «la pasión no es ciega, sino visionaria». Frente a la creencia popular, la pasión no es arbitraria y voluptuosa, sino que recrea la realidad, imagina un nuevo orden, un mundo diverso, precisamente para hacer más habitable el mundo real. En este sentido, se puede decir que la pasión no es “razonable”, ya que cuestiona la prudencia de la razón, el realismo de la sensatez que no pocas veces enmascara un larvado pesimismo.
La pasión, señalábamos antes, es un ingrediente fundamental del enamoramiento y, consecuentemente, de la experiencia del amor. La pasión, por tanto, es provocada siempre por una persona que suscita en nosotros un deseo de proximidad y unión. Las cosas o las ideas no poseen esta capacidad. Cuando en el lenguaje cotidiano se utilizan expresiones como «me apasiona el fútbol» o «siento pasión por los toros», el término pasión es usado en un sentido analógico, porque solo una persona es capaz de suscitar pasión.
por el Evangelio
Sentir pasión por el Evangelio es posible porque el Evangelio no es primariamente un mensaje, un conjunto de ideas encomiables, sino fundamentalmente una persona, Cristo, el Hijo de Dios, que nos ha invitado a la conversión y a creer en el Evangelio (Mc 3,14), o sea, en Él mismo, portador y realizador de la salvación. Él ha llevado a cabo la salvación por los caminos de Galilea, curando a los enfermos, expulsando a los demonios, acogiendo a los pecadores y excluidos, predicando la buena noticia de la misericordia de Dios. Él ha constituido la Iglesia para perpetuar el anuncio del Evangelio, y le ha dejado el Espíritu para que suscite la pasión por el Evangelio en todos los creyentes, para que sean testigos de Cristo, Hijo de Dios, que murió por nuestros pecados y resucitó (1 Cor 15, 1ss). El anuncio del Evangelio es, en efecto, una empresa tan urgente y personal que, sin duda, requiere grandes dosis de pasión.
Una pasión así solo puede nacer del corazón de Dios, quien se ha apasionado primero por el hombre. El mismo Dios, que siente predilección por sus criaturas, es quien toca el corazón en la intimidad de cada hombre, quien suscita la pasión por el Evangelio en cada ser humano, especialmente en aquellos a quienes llama a ser testigos en la Iglesia de la incesante fecundidad del Evangelio: los sacerdotes.
Los profetas utilizan el lenguaje de la pasión para dar cuenta de esta especial relación que se constituye entre Dios y aquellos a quienes elige de entre su pueblo para una misión especial a la que no pueden sustraerse: «Yo me decía: “No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre”; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía» (Jr 20,9). La pasión, avivada por el Espíritu, empuja a la proclamación del Evangelio, hace de este anuncio una tarea insoslayable, urgente, necesaria para quien lo proclama, pues su vida se haya estrechamente vinculada al mensaje anunciado.
Tener pasión por el Evangelio solo es posible si se contempla a Cristo como origen y raíz del Evangelio. De los episodios de la vida de Jesús, de sus palabras incisivas y de sus gestos de misericordia brota un estilo de vida evangélico del que el sacerdote es testigo y portador. En la contemplación de Cristo, presente y actuante en la Eucaristía y la Palabra, fermenta el estilo evangélico, la gestualidad cristiana, que se alimenta de una incesante pasión por el Evangelio, avivada por el contacto habitual con Cristo en la oración y los sacramentos.
La pasión en cierto modo va impresa en la misma lógica del Evangelio. El Evangelio no es para gente “razonable”, para gente que tiene “los pies en la tierra”. El Evangelio subvierte la lógica del mundo, valora la realidad terrena con criterios ajenos a los comunes. En este sentido, el Evangelio difiere del “sentido común”, del modo habitual de comprender los retos de la existencia. Quien acoge el Evangelio eleva la mirada, entra en una esfera de conocimiento diferente, aprende a observar la realidad desde otro ángulo, con los ojos de Dios. Solo puede entrar y permanecer en esta lógica quien está animado por una pasión por el Evangelio.
La pasión posibilita el surgimiento de la esperanza allí donde la razón solo constata la imposibilidad, donde el sentido común desaconseja cualquier inversión. Esta realidad se constata claramente en la experiencia del amor. La literatura nos da cuenta de amores imposibles –Abelardo y Eloísa, Calixto y Melibea, Romeo y Julieta–, que prosperan en virtud de la pasión, capaz de suscitar la esperanza de un amor logrado, no obstante la aparente imposibilidad de llevarlo a cabo. La pasión por el Evangelio nos abre también a la esperanza, desplegando una mirada nueva sobre la realidad, hasta entonces percibida como cerrada en sí misma. No se trata de una esperanza cualquiera, sino de la Esperanza con mayúsculas: la esperanza de la salvación, del advenimiento del Reino de Dios. Esta esperanza tiene como garante el Evangelio predicado –Cristo muerto y resucitado– y constituye el dinamismo esencial de la fe cristiana.
Así, la pasión por el Evangelio emerge como una fuerza que empuja a crecer, a estrechar la distancia entre Cristo y cada uno de nosotros. Se trata de un dinamismo necesario en el seguimiento de Jesús, pues nos alerta ante cualquier acomodamiento.
La pasión por el Evangelio libera de las certezas adquiridas, nos obliga a distanciarnos de ellas para cuestionarlas. El Evangelio es para quien lo acoge y lo hace vida una fuente constante de riesgo, pues abre una brecha entre la realidad –personal y social– tal como es y la realidad tal como debería o podría ser.
«Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos…» (2 Tim 1, 6)
A veces, cuando se rompe una pareja, se aduce como razón que “se había extinguido la pasión”. Es verdad. En toda historia de amor –y la vocación sacerdotal lo es– existe el riesgo de que la pasión se apague, de que deje de alumbrar y dar calor a la propia existencia. ¿Cómo conjurar este riesgo?
Hemos comenzado este escrito haciéndonos eco de la sorprende noticia aparecida en la revista Forbes en la que se afirmaba que el sacerdocio es la profesión más feliz del mundo. Al explicar la diferencia entre una profesión y la vocación, señalábamos que la vocación sacerdotal se caracterizaba por estar animada en su origen y desarrollo por una verdadera pasión por el Evangelio. Lamentablemente, esta pasión puede decaer, dejar de dar luz y calor al corazón sacerdotal.
Por esto, el saludo de Pablo a Timoteo contiene una exhortación a reavivar el don de la vocación recibida. Pablo es consciente de que si esta pasión no se alimenta se desvanece azotada por los vaivenes de la vida y las dificultades. La crisis vocacional de nuestro tiempo aparece así como una crisis de pasión, una mengua de la vitalidad y el entusiasmo en la vivencia de la vocación sacerdotal, que repercute en la capacidad de suscitar en los jóvenes el deseo de unirse más estrechamente a Cristo. Recordar que el núcleo de la vocación sacerdotal está habitado por una inextinguible pasión por el Evangelio invita a volver la mirada sobre ella para reavivarla y contagiar así a otros de esta fuerza salvífica que no conoce fronteras.
«Al verlos, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del Evangelio al mundo» (Homilía de Benedicto XVI en la celebración eucarística con los seminaristas durante la JMJ 2011).

Enlace: LA PROFESIÓN. 

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